LA LÍNEA DEL CIELO
Alguien tiene que hacerlo brillante, distinto, espectacular. Que nadie pueda quedarse al margen, que nadie pueda escapar al impacto. Es lo que denunciaba, hace poco, el arquitecto holandés Félix Claus: “el mundo se está llenando de bromas”. Persiguiendo al genio, el hombre busca colmar la ciudad de edificios únicos, geniales. Así, las ciudades, más allá de nuestras necesidades básicas, acaban pareciendo ridículas. Un sobresalto tras otro en giros inesperados, en cada esquina. Obras de arte irrepetibles en un universo recurrente de genios y obras de arte.
Sábado 11. Pabellón Villanueva del Jardín Botánico de Madrid. La experiencia maravillosa de los nombres de las plantas, de los árboles. También su presencia, insólita, al otro lado del ruido, de la contaminación, de la prisa. Árboles a salvo (de momento) de la voracidad de ese genio moderno que aspira a transformar el espacio y a crear una “obra maestra”. Carlos III de piedra, también se ríe; pero ¿dónde queda la gracia del asunto?
Por cierto, ¿cuál es el problema de los ciudadanos con relación a la ciudad, al espacio público, al espacio privado, a la vivienda? Como decía antes: Pabellón Villanueva del Jardín Botánico de Madrid: Arquitectura en España, hoy. La exposición, elaborada por el MOMA y organizada por PromoMadrid, presenta “los desarrollos arquitectónicos más significativos realizados en España del 2000 al 2005”. Terence Riley, comisario de la misma, nos da la bienvenida situándonos, oportunamente, ante el devenir histórico de los hechos consumados. Si en el siglo XI –recuerda Riley- hubo tal cantidad de construcciones, en Europa, que un monje llegó a exclamar maravillado que el mundo entero se había sacudido el polvo de los años para revestirse con un manto blanco de iglesia, mil años más tarde, en España, un manto de aeropuertos, museos, hospitales, bibliotecas, estaciones de tren, estadios, auditorios, estaría sacudiendo de nuevo “el polvo de los años”. Es lo que el público, en general, conoce coloquialmente como “burbuja inmobiliaria”, y es lo que los técnicos, ante la necesidad acuciante de tener que justificar lo injustificable, suelen señalar como “progreso”. Como bien apuntó Wittgenstein, nuestra civilización se caracteriza por la palabra “progreso”, pero el progreso es tan sólo su forma, no una de sus cualidades, el progresar. “Su actividad estriba –escribió Wittgenstein- en construir un producto cada vez más complicado”. A quién favorece la construcción de ese producto, o quién logra manejar el riesgo incontrolado de esa complicación, es algo que mantiene entretenidos a los sociólogos y a los programadores televisivos de novedades. Una techumbre de colores, como el casco luminoso de un payaso, cubriendo los latidos de un mercado de barrio, o unas escaleras mecánicas horadadas en el interior de una roca, son las formas posibles del progreso, las reglas de un juego peligroso que se edifica con los cimientos del genio. ¿Acaso observo la Torre Agbar sin tener la impresión de estar atravesando el sueño del arte? Colores de ciencia-ficción, colores sintéticos que encienden las alturas arañando la línea sagrada del cielo. Nada que ver con las necesidades básicas de los ciudadanos. Nada ver con ese trabajo “para cada día y para todo el mundo” que Félix Claus identifica con la honesta profesión de arquitecto.
2 comentarios
Magda -
No se que va a suceder si se sigue tapando cada poro del mundo natural, y a muy pocos parece importarles.
Un abrazo para ti.
quisi-cosa -